Comentario
La modificación más importante introducida respecto al caso presentado por el Siglo de Oro, es el cambio de modelo. Efectivamente, durante el XVII se reprodujo en España un concepto de academia artística caracterizado por su dependencia directa de sus homónimas italianas que seguían muy de cerca el ejemplo de las academias literarias. Además, en este período, los centros corporativos de los artistas constituyeron instituciones creadas por ellos mismos, para atender sus propias necesidades profesionales. Esta situación fue sustancialmente modificada durante el llamado Siglo de la Razón. Al margen de algunos precedentes poco significativos, como los protagonizados por Juan de Villanueva el Viejo, en los primeros años del siglo -o, más importante, por Francisco Antonio Meléndez, en 1726- este período viene caracterizado por la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y los centros de Valencia, Zaragoza, Valladolid y México, creados siguiendo su pauta.
La fallida academia de Meléndez representa el último eslabón en el academicismo barroco en la Corte. Se trata de un proyecto de transición que conserva todavía casi íntegro el sabor del academicismo barroco, sin haber asimilado característica alguna del espíritu ilustrado. Prueba inequívoca de todo ello es que el proyecto elevado por Francisco Meléndez a Felipe V trata de convencer de las ventajas y utilidad de su creación; ventajas que -a diferencia de lo que constituirá el eje de discusión en los años posteriores del siglo- deben revertir casi en exclusivo servicio del monarca. La pretensión de Meléndez fue finalmente rechazada, lo cual fue considerado por él como una arbitrariedad y un claro favoritismo hacia el escultor italiano Juan Domingo Olivieri, cuyo proyecto académico -que daría como resultado la Academia de San Fernando- sí fue aceptado en primera instancia en 1741. Meléndez, herido por esta circunstancia, inició pleito con la recién inaugurada Academia de Madrid durante los años 1747 y 1748, lo que provocó finalmente su definitiva separación del mismo.
Las academias españolas del siglo XVIII ofrecen un comportamiento totalmente ajeno al observado durante la centuria precedente, al sustituir el modelo italiano por otro de carácter francés, mucho más acorde con los intereses de la nueva monarquía borbónica, impulsora del llamado Despotismo Ilustrado. Efectivamente, el modelo imitado es el impuesto por Luis XIV en el país vecino, con la creación de la Real Academia de París, cuyo fin eminente era la glorificación del Estado personificado por el rey. Este se sirvió de la academia para ejercer un control sobre la pintura y la escultura -en el caso español se añade también la arquitectura- con vistas a sus propios fines políticos.
El objetivo último de la maquinaria borbónica fue situar a los artistas al servicio del Estado o, en otras palabras, funcionarializar su actividad, convirtiéndolos en empleados del real erario. En el caso francés, esta circunstancia se hará plenamente patente a partir de 1664, momento en el cual el ministro de finanzas del Rey Sol, Colbert, fue también designado como "Surintendant des Bátiments". En España, la situación se produjo con un desmesurado retraso, puesto que hasta 1744, el marqués de Villarias, caballero de la Real Orden de San Jenaro, del Consejo de Estado y Primer Secretario de Estado y del Despacho Universal, no fue nombrado Protector de la Academia.
La interferencia del poder político en asuntos internos de la academia fue una constante a lo largo de todo el período. Y eso fue así, a pesar de que la concepción del arte como objeto susceptible de ser instrumentalizado políticamente sufrió una importante modificación a partir de la entrada de los ilustrados en esta institución. Se ha comentado ya el procedimiento utilizado por el primer Borbón para servirse del arte como elemento de propaganda sobre su persona y el sistema político que él encarnaba. En esta situación, el arte se concibe como un instrumento al servicio del monarca, dentro de un sistema político en el que se percibe una total identificación rey-reino.
La modificación más importante introducida por los ilustrados en este procedimiento consistió en el interés manifestado en convertir la producción artística no ya en un objeto de propaganda al servicio del monarca, sino en un objeto de propaganda al servicio del Estado, incluyendo la figura regia como un elemento más del aparato político de la monarquía: el primer funcionario del Estado. En este orden de cosas se explica perfectamente el asalto al poder de una institución tan rentable desde un punto de vista político por parte de los nobles, los ilustrados y el propio monarca. Se explican también las susceptibilidades levantadas por su creación en el seno de otras instituciones que, como el Consejo de Castilla o los ayuntamientos, habían ostentado una parte de las prerrogativas que se otorgan en exclusiva a la academia. Se explica por último la frustración de los artistas, que vieron cómo se perdía la oportunidad de contar con una institución plenamente representativa de su profesión dignificada.
La puesta en práctica de este modelo de funcionamiento teórico constituyó una labor altamente laboriosa, como lo demuestran los sucesivos proyectos de estatutos redactados para la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a lo largo del siglo: 1741, 1744, 1746, 1751, 1755, 1757, y otro de datación indefinida redactado durante el reinado de Carlos III. Todos ellos configuran un modelo de institución diferente, que pone de manifiesto mejor que ningún otro dato, la lucha por el poder y la evolución del concepto académico experimentada en esta corporación durante el Siglo de las Luces. Y fueron, precisamente, las ideas ilustradas las que finalmente modelaron el carácter de esta institución.
Efectivamente, en esta época se consideró socialmente inaceptable la existencia de una institución sufragada por el real erario, cuyos beneficios recayeran exclusivamente sobre un solo colectivo laboral -el de los artistas- y no sobre el conjunto de la sociedad, introduciendo, con ello, una de las ideas básicas de la filosofía ilustrada: la utilidad pública. En función de esta idea los reformadores convirtieron la Academia de San Fernando en una escuela de diseño, entendiendo este término en el sentido más amplio de los posibles, es decir, como centro formativo de artistas, ingenieros y artesanos. La restricción de academia a escuela es plenamente consecuente con sus afanes regeneradores de la conducta popular, ya que con ello se pretende limitar otras funciones plenamente académicas. Algunas de éstas, como la defensa de los intereses corporativos de los artistas, o la configuración del centro como foro de discusión de materias teóricas, no interesaron en absoluto a los reformadores.
En este sentido resulta particularmente ilustrativa la observación de los estatutos de 1757, que rigieron los destinos del centro durante todo el siglo. De forma significativa, en ellos se establece que los discursos teóricos -conocidos como "Oraciones académicas"-, que se leían con motivo de la distribución de premios trianuales entre los alumnos más avanzados, fueran pronunciados exclusivamente por personajes ajenos a la práctica artística, como son el Viceprotector, Consiliarios o Académicos de Honor, pero en ningún caso por los artistas.
Esta norma se cumplió rigurosamente durante todo el siglo. Efectivamente, quizás sea el referido concepto de utilidad pública el que marcó de forma más determinante el futuro del academicismo español del siglo XVIII. Porque, a los ojos de la época resultaba realmente difícil justificar la utilidad práctica de las bellas artes, consideradas como elementos de adorno o boato y, por lo tanto, superfluos e improductivos. Partiendo de este punto los ilustrados se plantearon la necesidad de rentabilizar esta institución, en el sentido de encontrar una vertiente realmente útil, que resultó ser la inclusión de artesanos en su seno, con el fin de que instruyesen en los primeros estadios del estudio académico. La justificación de esta trascendental decisión tiene motivaciones económicas, puesto que de esta forma, los artesanos mejorarían su cualificación profesional, produciendo mejores manufacturas que pudieran enfrentarse en pie de igualdad a la potente competencia exterior.